Hermoso, ¡pero no para mí!

por la Hna. María José Sousa

Una de nuestras hermanas mayores compartió recientemente su historia vocacional conmigo. Nuestra conversación me recordó lo única que es la historia de cada vocación, y cómo Dios guía a cada persona con infinita sabiduría y amor. Él ama a toda la creación y a la vez nos ama a cada uno de nosotros como si fuéramos los únicos en la tierra. En su amor, nos conoce y nos comprende mejor de lo que que nosotros mismos podemos conocernos y comprendernos…

EL HOMBRE DE SUS SUEÑOS

De joven, le atraían por igual el matrimonio y la vida consagrada. Soñaba con su futuro marido y tenía una lista muy concreta de cualidades que él debía tener.

Eventualmente, Dios puso en su vida a un joven que parecía reunir todos los requisitos. Se gustaban. Un día, cuando lo vio en la iglesia, se dio cuenta de que había llegado el momento de tomar una decisión. Tenía que ser sincera consigo misma. Por muy bueno que fuera, ella sabía que aquel joven no era la voluntad de Dios para ella. Por tanto, decidió renunciar al «hombre de sus sueños» con total libertad en aras de un amor más grande e infinito.

HERMOSO, ¡PERO NO PARA MÍ!

Quería ir a la universidad para estudiar enfermería pediátrica después de terminar la escuela secundaria. Sus padres estaban de acuerdo con su decisión, pero no podían pagarle los estudios. Por eso tuvo que buscar trabajo. Después de ahorrar durante un par de años, pudo matricularse en un programa de enfermería. Era un programa estupendo y desde el principio adquirió valiosa experiencia en su campo de trabajo. Estaba contenta con su carrera.

Sin embargo, con el paso del tiempo, su llamada a la vida consagrada se hizo cada vez más clara. Se sintió llamada por Dios a unirse a las Hermanas de María de Schoenstatt y decidió entrar en la comunidad después de graduarse.

Pero primero tenía que volver a casa para informar a su familia de su decisión. Cuando llegó a casa, encontró a su madre en cama, enferma. Su hermana necesitaba una cirugía y alguien tenía que cuidar de su marido y sus tres hijos mientras ella estaría en el hospital. A su madre le habría gustado ayudar, pero estaba demasiado enferma. Su madre le preguntó si ella podría ayudar. Confiando en la providencia de Dios, aceptó y decidió posponer su decisión.

El tiempo que pasó en casa de su hermana fue exactamente lo que necesitaba para confirmar su vocación. Disfrutó mucho cuidar a los niños. El marido de su hermana era un buen hombre. Pudo ser testigo de la belleza de la vida familiar. Y en medio de toda esa belleza, pudo decir libremente: «¡Esto es estupendo, pero no es lo que Dios quiere para mí!».

EL AMOR DE DIOS POR NUESTRA LIBERTAD

Al final de nuestra conversación, señaló con alegría que recordar esas vivencias le da fuerzas para mantenerse fiel a su decisión, incluso cuando las cosas se ponen difíciles. Su camino de discernimiento habría sido muy diferente si no se hubiera permitido la oportunidad de seguir la sabia conducción de la Divina Providencia.

Cuando hace casi sesenta años decidió consagrar su vida a Dios como Hermana de María, no fue porque quisiera huir de algo o porque tuviera una visión negativa del matrimonio y de la vida familiar. Precisamente porque podía ver la belleza de ambas vocaciones, pudo decidirse libremente por el camino de mayor felicidad que Dios había planeado para ella desde toda la eternidad. En todos estos años ha sido feliz en su vocación y nunca se ha arrepentido de su decisión.

Cada historia vocacional—y toda la historia de la salvación—es un claro testimonio del infinito amor de Dios y de su tremendo respeto por nuestra libertad humana. Nuestra vocación es un don de Dios, no un mandato ni un castigo. Es nuestro camino personal de amor. Sin embargo, Él no nos exige que sigamos este camino. No quiere esclavos, sino hijos que elijan voluntariamente seguir sus designios y amarle en el tiempo y en la eternidad.


El libro de la Sabiduría dice: «Y es tu Providencia, Padre, quien guía» el universo (Sab 14,3). ¿De qué nos está hablando la Escritura? De que Dios, por su bondad, poder y fidelidad, guía todas las cosas hacia su fin… Ésta es la Providencia general de Dios. ¿Soy yo también objeto de esa Providencia general? ¡Sin duda! Pero soy todavía más: como persona soy objeto del amor especial del Padre celestial… El Padre se preocupa hasta de nuestras más pequeñas necesidades. En la edad de oro de Israel había una Providencia especial para el pueblo; pero solo se aplicaba al pueblo en general, y no tanto al individuo en particular. El Nuevo Testamento no se cansa de repetir que el Padre ama a cada hombre y se preocupa de sus más pequeñas necesidades… Dios me ama de una manera muy particular«.

Padre José Kentenich, Niños ante Dios, 1937