«Te he llamado por tu nombre»

El 2 de febrero, fiesta de la Presentación del Señor, es el día en que la Iglesia celebra la Jornada Mundial de la Vida Consagrada. Por eso, queremos tomarnos un tiempo para reflexionar sobre el sentido y la belleza de la vida consagrada. 

«Te he llamado por tu nombre: tú eres mío». Estas palabras del libro del profeta Isaías resumen el anhelo más profundo del corazón de toda mujer: el anhelo de ser conocida, de ser amada y de pertenecer. Todo ser humano está hecho para relacionarse. Forma parte de nuestra esencia. En el Génesis leemos: «Dijo el Señor Dios: “No es bueno que el hombre esté solo”». (Génesis 2:18) Y por eso crea a la mujer. De esto se deduce que nuestro anhelo y necesidad de relación – nuestro anhelo de ser conocidas, de ser amadas y de pertenecer a alguien – se satisface en el sacramento del matrimonio. Pero, ¿qué pasa con los que están llamados a la vida consagrada? ¿Renunciamos a este anhelo más profundo de nuestro corazón? En absoluto.

La vida consagrada es también un llamado a una relación – un llamado a ser conocidos, amados y a pertenecer en el sentido más profundo de las palabras. Estamos llamados a pertenecer completa e indivisiblemente a Dios, quien nos creó y nos ama infinitamente – nuestros corazones y nuestro amor nupcial le pertenecen sólo a Él. Nuestro fundador, el P. Kentenich, aplicó estas palabras de Isaías al llamado a la vida consagrada: «Dios me ha llamado: ‘¡Tú eres mío! Dios ha querido que me entregue a Él. Respondí al ‘¡Eres mío!’ de Dios con un ‘¡Aquí estoy! Quiero ser tuyo por el tiempo y por la eternidad’». (J. Kentenich, Niños ante Dios, 6) ¡Qué don tan increíblemente precioso! Un don que ninguno de nosotros podría «ganarse» o merecer. Al contrario, somos llamados precisamente en nuestra debilidad, en nuestra miseria. Como nos dice Marcos en su Evangelio, «[Jesús] subió al monte y llamó a los que quiso y vinieron a él». (Marcos 3:13, énfasis añadido) Su llamada, nuestra consagración, es su regalo para nosotros. Es un llamado al amor, un llamado a consagrarle completamente nuestro corazón. Nacido de un encuentro personal con el Señor, es un llamado a entrar en una relación más profunda con él.

Sin embargo, la relación no termina ahí. Así como un matrimonio no termina en la relación de los esposos entre sí, sino que se hace fecundo en el don de los hijos, así también nosotros, como personas consagradas entregadas completamente a Dios, estamos llamados a ser madres y padres espirituales de todos los hijos de Dios. Precisamente porque nuestro corazón pertenece sólo a Dios, es capaz de expandirse para abrazar al mundo entero, porque estamos llamados a amar lo que ama nuestro Amado. En la Exhortación apostólica Vita consecrata, san Juan Pablo II resume esta llamada innata a la misión en la vida consagrada:

A imagen de Jesús, el Hijo predilecto « a quien el Padre ha santificado y enviado al mundo » (Jn 10, 36), también aquellos a quienes Dios llama para que le sigan son consagrados y enviados al mundo para imitar su ejemplo y continuar su misión. Esto vale fundamentalmente para todo discípulo. Pero es válido en especial para cuantos son llamados a seguir a Cristo « más de cerca » en la forma característica de la vida consagrada, haciendo de Él el « todo » de su existencia. En su llamada está incluida por tanto la tarea de dedicarse totalmente a la misión; más aún, la misma vida consagrada, bajo la acción del Espíritu Santo, que es la fuente de toda vocación y de todo carisma, se hace misión, como lo ha sido la vida entera de Jesús.

Este es, pues, el sentido y la belleza de la vida consagrada: consagramos nuestra vida, nuestro corazón a una persona, a Jesús, y Él nos envía a llevar su amor a un mundo sediento. Sin embargo, no estamos solos en esta misión. Él nos da como compañera y guía constante el ejemplo más perfecto de vida consagrada: nuestra Santísima Madre. Ella estaba completamente entregada a Dios como ningún otro ser humano. Todo su amor le pertenecía sólo a Él, y por eso, bajo la cruz, pudo entregarla a toda la humanidad como Madre nuestra. Consagrada a y consagrada para. En la más profunda unión con su Hijo, ama y cuida a sus hijos aquí en la tierra como sólo una madre puede hacerlo. Por eso, cualquiera que sea nuestra vocación, ya estemos llamados a la vida consagrada o al matrimonio, que Ella interceda para que cada uno de nosotros tenga la gracia de responder a la llamada de Dios como lo hizo Ella: con todo el corazón. «Fiat mihi secundum verbum tuum – Hágase en mí según tu palabra».