Si la pequeña ciudad de Belén hubiera sabido del tesoro inestimable que nacería entre sus muros aquella primera noche de Navidad, ¿habría reaccionado de otro modo?¿Habría sido realmente un pobre y humilde establo el lugar donde aquella pequeña ciudad habría acogido al Rey de Reyes, su Dios? ¿No habría podido Dios mismo obrar un milagro y transformar el establo de Belén en un palacio? Claro que podía, pero no quiso. El Dios todopoderoso e infinito eligió venir a la tierra como un niño pequeño, nacido en un pobre establo de la insignificante ciudad de Belén. ¿Por qué? Quizás para enseñarnos el valor y la belleza de la sencillez, quizás para enseñarnos lo que es real y verdaderamente esencial, quizás para hacerse accesible a todos, grandes y pequeños, ricos y pobres por igual. Aquí cada uno de nosotros puede reflexionar y contemplar el mensaje de Belén.
Mi corazón sencillo, tu Belén
Cuando oyes la palabra sencillo, ¿qué te viene a la mente? ¿Sin complicaciones? ¿Sin adornos? ¿Simple? ¿puro? Todas estas palabras pueden captar uno u otro aspecto de la sencillez, pero ninguna de ellas puede captar toda su esencia. Si realmente queremos saber qué es la sencillez, debemos mirar a Dios mismo. Porque, como nos dice San Agustín,
«Dios es verdadera y absolutamente sencillo” (De Trinitate, IV, 6, 7).
Dios es verdadera y absolutamente sencillo, y nosotros, hechos a su imagen y semejanza, estamos llamados a esforzarnos por reflejar esa sencillez. ¿Qué significa esto en la práctica para nosotros? El P. Kentenich señala que la filialidad es el camino hacia la sencillez, porque
«Por naturaleza, el niño es un reflejo de la sencillez de Dios Padre» (Niños ante Dios).
Por lo tanto, Jesús nos dice,
«Os aseguro que si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos» (Mt 18,3).
Y no sólo pronuncia estas palabras, sino que también nos da un ejemplo a seguir, pues Él mismo se hizo niño, un bebé en el sencillo establo de Belén.
¿Qué caracteriza a un corazón sencillo?
En las palabras del P. Kentenich,
“Tal vez sería mejor empezar con el término simple – en latín, simplex o ‘de un solo pliegue’. La persona del niño es realmente una, es decir, relativamente sencilla” (Niños ante Dios).
¿No es cierto? Los niños inocentes no llevan máscaras, lo que dicen corresponde a lo que piensan y a lo que hacen. No piensan demasiado ni analizan, confían plenamente, sin cuestionarse nada. No se esfuerzan por convertirse en otra persona para complacer a los demás. Son genuinos, auténticos, únicos. Por tanto, si queremos abrazar la sencillez de un niño, también nosotros debemos ser «de un solo pliegue». ¿Qué significa esto en la práctica? En una definición de sencillez, el P. Kentenich nos da la respuesta:
«¿Qué es la sencillez? Tiene dos dimensiones: la concentración de todas nuestras facultades en Dios, y la liberación de todas nuestras facultades de todas las cosas impías. ¡Qué definición tan sencilla! Piénsalo seriamente y te darás cuenta de que la sencillez es un alto grado de santidad. Basta añadir una palabra para transformarla en definición de santidad: por amor. Formalmente, la sencillez no incluye el amor. En la práctica, sin embargo, la sencillez no puede existir sin amor» (Ibid).
De estas palabras se desprende claramente que para nosotros ser de un solo pliegue significa que nuestros corazones, nuestros ojos, nuestros pensamientos, nuestra mente, todas nuestras fuerzas y todas nuestras facultades están centradas en Dios. Por tanto, con esta definición, tenemos un camino claro para nuestras preparación a la Navidad. Un camino para preparar nuestros corazones para convertirnos en un Belén, para ser cada vez más sencillos. Queremos centrar nuestra mirada en Dios, creciendo en nuestro amor por Él, y esto significa vaciar nuestro corazón de todas las muchas cosas que apartan nuestra mirada de Él. Cuando estamos centrados en Él, en amarle, en agradarle, todos nuestros pensamientos, nuestras palabras, nuestras acciones brotarán de nuestra relación con Él y, por tanto, serán coherentes, auténticos, genuinos, sencillos.
El establo de Belén era humilde, sencillo y pobre. No podía intentar ser otra cosa que lo que era y, sin embargo, precisamente en su sencillez, pobreza y pequeñez, Dios lo eligió como morada. ¿Será que fue precisamente la sencillez del pequeño establo lo que atrajo a la Luz del mundo? ¿Y nuestros corazones? ¿No son también sencillos, pequeños y pobres? Hay tantas cosas en ellos que no son aptas para la morada del Rey de Reyes y, sin embargo, Él quiere entrar en nuestros corazones, en toda su pequeñez, en toda su pobreza. Esforcémonos, en estos últimos días de Adviento, por ser verdaderamente sencillos, por mostrar nuestro corazón a nuestro pequeño Salvador y a su Madre, tal como es, confiando en que, del mismo modo que ellos transformaron el establo de Belén con su santa presencia, también pueden transformar nuestros pequeños corazones.