¿Alguna vez te has detenido a pensar a dónde van tus pensamientos cuando sueñas despierta? Tal vez haya una persona, un lugar o una idea que tiende a aparecer a menudo en tu mente. A veces, nuestra mente necesita digerir las impresiones que hemos recibido y elaborar todo lo que ocurre en nuestra vida. Pero cuando tenemos un momento tranquilo para relajarnos, la dirección de nuestros pensamientos a menudo nos da una idea de lo que yace latente en lo más profundo de nuestro corazón.
También podemos preguntarnos: ¿A dónde iban los pensamientos de la Virgen cuando soñaba despierta? ¿Qué pensamientos surgían de lo más profundo de su corazón? Leemos en la Escritura que a menudo meditaba y atesoraba cosas en su corazón (cf. Lc 2, 19). Reflexionaba sobre Aquel a quien pertenecía su corazón: su Hijo, el Dios vivo.
«Porque donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón» (Lc 12,34). ¡Sí! Nuestro corazón alberga nuestros anhelos, deseos, preguntas, miedos y sueños más profundos…. Sobre todo, alberga toda nuestra capacidad de amar. Allí, en el núcleo de nuestra personalidad, se esconde nuestro tesoro más profundo.
Hemos nacido del amor y para el amor, porque Dios mismo es Amor y nos ha creado a su imagen y semejanza (cf. 1 Jn 4,8; Gn 1,26). Como mujeres, participamos de la dignidad femenina de la Madre de Dios, de su capacidad femenina de amar y de dar vida. Su corazón puro y noble fue digno de traer a Cristo al mundo. Él fue el amor de su vida, y su corazón permanece suyo por toda la eternidad.
¿Qué ocurre con nosotras? ¿No estamos también llamadas a amar? En efecto, Dios ha puesto en nuestra naturaleza femenina una gran medida de su amor. Nuestra misión es reflejar su amor en el mundo. Al mismo tiempo, cada una de nosotras está llamada a reflejar este amor de manera única y personal. Nuestra personalidad y nuestro ideal personal nos permiten amar y ser amados de un modo original. Sin embargo, nuestra vocación personal en la vida también «imprime» a nuestra naturaleza una capacidad distinta de amar. Podemos estar llamadas a amar a los demás como personas solteras, entregadas al servicio de la sociedad a través de nuestra profesión y testimonio de fe. Podemos estar llamadas a amar a Dios a través de un esposo y de los hijos. También podemos estar llamadas a amar a Dios a través de la vida consagrada, entregándonos radicalmente a Él y a su Reino.
¿Cómo sabemos dónde está nuestro tesoro? ¿Cómo sabemos que nuestro corazón está llamado a amar? A veces, esta pregunta puede parecer abrumadora. Podemos tener docenas de anhelos, aspiraciones y oportunidades, pero a veces buscamos en los lugares equivocados. Uno de los mayores santos de la Iglesia, san Agustín, nos da una gran lección a este respecto. Escribe en sus Confesiones:
«Tú estabas dentro de mí, pero yo estaba fuera, y fue allí donde te busqué. En mi falta de amor me sumergí en las cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo. Las cosas creadas me alejaban de ti; sin embargo, si no hubieran estado en ti, no habrían estado en absoluto. Llamaste, gritaste y rompiste mi sordera. Destellaste, brillaste, y disipaste mi ceguera».
Incluso cuando buscamos a Dios en los lugares equivocados, Él viene a buscarnos; de hecho, está dentro de nosotros. Él ha colocado el tesoro de nuestra vocación en lo más profundo de nuestros corazones, y sólo Él puede iluminar y disipar nuestra ceguera. Sólo Él puede concedernos la gracia de ver con claridad nuestra vocación. Y quiere hacerlo.
Si anhelamos recibir esta gracia, el Adviento es el momento perfecto para abrirnos a ella. A través de la liturgia de Adviento, oímos: «¡Veni!». Ven, Emmanuel. Anhelamos que el Redentor del mundo venga a nuestros corazones. Y viene, pero viene de manera pequeña y oculta. Viene como un Niño recién nacido en el silencio de un pobre establo de Belén. No necesita un palacio lujoso ni un ambiente perfecto. Sólo necesita nuestro anhelo. Necesita un corazón vacío, deseoso de ser llenado de amor.
A medida que nos acercamos a la venida del Niño Jesús, abramos nuestros corazones a la gracia y crezcamos en la confianza que sólo un niño puede tener. Un niño puede creer en milagros. ¿Y qué mayor milagro podemos esperar que la venida de Dios a nuestros corazones para que nos muestre cómo debemos amar?
Oración
Señor Jesús, Rey de mi corazón,
Angelo tu venida.
Mi corazón anhela tu amor.
Ayúdame a limpiar mi corazón de todo lo que no seas tú;
irrumpe en mi alma con la gracia del Padre.
Quiero amar como tú me llamas a amar.
Déjame ser hija de un único amor:
una hija cuyos pensamientos, sentimientos y deseos
pertenecen solo a Dios.
Que mi vida sea una respuesta de amor a los planes del Padre.
Solo entonces encontraré la plenitud;
Sólo entonces mi corazón podrá canalizar el amor que he recibido.
Ven, Emmanuel, refúgiate en mi corazón.
Muéstrame el camino que debo seguir
y dame la gracia de amar como tú.
Amén.